De niño, frecuenté mucho los hospitales. No porque estuviera enfermo, sino porque acompañaba a mi padre, que atendía a los niños. Era fisioterapeuta. Trabajaba en clínicas pediátricas, en residencias para minusválidos cerebrales y en centros para sordomudos. Las primeras veces, tuve miedo. Miedo de esos niños diferentes. Miedo de la enfermedad que les obligaba a permanecer en aquellas habitaciones impersonales. Demostraban tener un humor feroz, cuya huella se reconoce en Óscar y en Mami Rosa. Se ponían motes que les permitían burlarse de la enfermedad: Bacon para el niño gravemente quemado, Einstein para el macrocéfalo… Aunque eso chocara a algunos adultos de fuera, a mí aquellas burlas me parecían de lo más sanas. ¿Qué mejor arma que la broma para afrontar lo ineludible y plantar cara a lo insoportable? Más tarde, siendo ya adulto, volví a frecuentar los hospitales. A veces, para acompañar a un pariente en momentos difíciles. A veces, porque era yo el paciente. Como Óscar, conocí la enfermedad mortal. A diferencia de Óscar, pudieron sanarme. Sin embargo, cuando me curé –pero, ¿se cura uno del todo alguna vez?- descubrí que curarse no era tan importante. Hasta llegué a pensar que había algo indecente en la curación: el olvido de los que no se curan. Así nació el relato de Óscar y de Mami Rosa. Tal vez se pueda resumir en esa obsesión: por encima de la curación, hay que ser capaz de aceptar la enfermedad y la muerte. Tardé años en atreverme a escribir esta obra, siendo muy consciente de que tocaba no solamente un punto sensible, sino también un tabú: el niño enfermo. ¿No decía Dostoyevski que la muerte de un niño impide creer en Dios? Sin embargo, Óscar escribe a Dios. Sin embargo, Mami Rosa en su última carta, no se indigna, sino que le da las gracias a Dios por haberle permitido conocer y querer a Óscar. Aunque llore por lo que ya no está, tiene la fuerza de alegrarse por lo que fue. Dios no es sólo el destinatario de esas cartas, es también uno de los protagonistas de la historia. Con toda evidencia lo es a su manera, una manera misteriosa y ambigua. Al principio, el niño no cree en Él, no le dirige estas misivas más que para agradar a Mami Rosa. Sin embargo, este ejercicio cotidiano que le prodiga algo bueno, le permite distinguir lo esencial de lo accidental, lo espiritual de lo material, le obliga en cada postdata a definir lo que realmente desea, obligándole progresivamente a volver a abrirse a los demás y a la vida. Luego, parece que Dios le da algunas respuestas: cierto es que el niño no está seguro de que procedan de Él, ya que si bien recibe mensajes, ¿cómo asegurarse de que son de Dios? Más tarde, en la iglesia, ante la imagen de Cristo, la meditación que realiza con Mami Rosa sobre los dos tipos de sufrimiento –el físico y el moral- le permitirá afrontar de otra manera lo desconocido. Por fin, una mañana, el niño cree tener una visita y, durante esa visita, cree recibir una lección de vida: «el truco de la primera vez». Desde luego, no sabremos, ni Óscar tampoco, si Dios existe o si se interesa por nosotros. Pero aquella meditación –real o imaginaria- le permitió al niño ganar serenidad, amor, avidez. Hizo ricos sus últimos días y soportable la proximidad del fin. Como dice uno de mis amigos ateos: «¡Aunque Dios no sea más que ese servicio que el hombre inventa para el hombre, ya es bastante!» ¿Dios o lo mejor del hombre? Que cada uno decida… Óscar empezó a vivir en mí desde aquellas primeras palabras. Ahora sé que vive para millones de personas. Le quiero. Admiro su franqueza, su valentía, su rechazo al dolor, su energía desbordante hasta el final –cuando ya no puede moverse, aún puede pensar-, su sabiduría adquirida, su generosidad inagotable. Ese niño de diez años se ha convertido en un modelo a seguir para mí. Espero que, cuando me toque afrontar la misma situación, sepa mostrarme digno de él.